Naturaleza


EL FUEGO Y LA VEGETACIÓN MEDITERRÁNEA

Julio 2022 / Juan Antonio Delgado

Profesor de la Facultad de CC. Biológicas

Universidad Complutense de Madrid

 

.
.

La vegetación mediterránea está formada por bosques, matorrales y praderas herbáceas cuyas especies han evolucionado en un clima con veranos secos y cálidos con tormentas de finales de verano que, con relativa frecuencia, provocan incendios. Esta historia evolutiva común ha dejado muchas características de la vegetación mediterránea que permite que las comunidades se recuperen tras los incendios.

 

Las especies leñosas que componen los matorrales y bosques mediterráneos presentan adaptaciones al fuego que pueden incluirse en dos grandes estrategias: las especies germinadoras y las especies rebrotadoras.

 

Las especies germinadoras no pueden sobrevivir a los incendios pero son capaces de germinar en gran número después de estos. Se trata de especies que no son muy longevas, pero que pueden reproducirse a una edad temprana. Las raíces son superficiales y ramificadas, los frutos secos que producen muchas semillas que pueden sobrevivir varios años enterradas en el suelo.

 

Las especies rebrotadoras presentan una longevidad elevada y se reproducen a una edad avanzada. Una gran proporción de su biomasa es subterránea presentando un sistema radical muy profundo. Los frutos son grandes y con frecuencia carnosos, suelen ser dispersados por aves o mamíferos y no mantienen su capacidad de germinar más allá de un año.

 

Entre las especies germinadoras destacan las jaras (familia cistáceas) que producen cientos de pequeñas semillas por fruto, que, enterradas en el suelo, esperan a su oportunidad para germinar. Si ocurre un incendio, la elevación de la temperatura estimula su germinación y cientos de semillas por metro cuadrado germinan con las primeras lluvias. La planta, sin embargo arde fácilmente y muere en los incendios incluso aunque sean de poca intensidad.

 

Otras especies germinadora son el pino carrasco (Pinus Halepensis), el pino resinero (Pinus pinaster) y el ciprés (Cupressus sempervirens) aunque no presentan una reserva de semillas en el suelo, sino en la copa de los árboles. Las piñas del pino carrasco no se abren una vez han madurado las semillas, sino que permanecen en el árbol durante varios años. El calor de los incendios las abrirá y liberará las semillas.

 

Entre las especies rebrotadoras están el alcornoque, la encina, la coscoja, el brezo y el romero entre otras. El alcornoque es bien conocido por su gruesa corteza (el corcho) que actúa como un excelente aislante y protege los tejidos vivos del árbol durante los incendios. Tras ellos, es capaz de rebrotar de las ramas que hayan conseguido sobrevivir. La mayoría de las especies rebrotadoras, sin embargo, rebrotan a partir de tejidos especializados que se localizan bajo el suelo, en unas estructuras especializadas, los lignotubérculos. El suelo hace de aislante evitando que el calor del incendio los destruya. Poco tiempo después del incendio estas especies pueden rebrotar usando la gran cantidad de reservas energéticas que han acumulado en sus raíces

 

.
.

La capacidad de supervivencia de las especies de ambas estrategias, dependen de la intensidad y la frecuencia del incendio, que, a su vez son interdependientes. Es decir, si los fuegos son muy frecuentes, la intensidad será baja ya que no habrá dado tiempo a que se acumule mucha vegetación. Si la frecuencia es baja, es decir, pasa mucho tiempo entre incendio e incendio, la intensidad será alta ya que se habrá acumulado mucha vegetación.

 

Las especies germinadoras necesitan tiempo para que, tras el incendio, las planas lleguen a adultas y acumulen una buena reserva de semillas en el suelo. Las plantas rebrotadoras, por su parte, necesitan de tiempo para acumular suficientes reservas en las raíces para poder rebrotar con fuerza tras el incendio. Por lo tanto, es más acertados decir que las plantas están adaptadas a determinados regímenes de incendio (combinación de intensidad y frecuencia) que decir que están adaptadas al fuego.

 

Los incendios, por tanto, no son un hecho exclusivo de la actividad humana, sino que las plantas han evolucionado con ellos durante muchos milenios antes de que los humanos dominaran el fuego. De hecho, para la ciencia ecológica, los incendios en la vegetación mediterránea no son desastres, sino un factor más modelando la vegetación.

 

La intensidad de los incendios y la frecuencia con la que se producen determina el tipo de vegetación que se establece. Es decir, que los fuegos pueden ser vistos como un factor ecológico más que afecta a los ecosistemas.

 

Sí, reconozcámoslo, antes de que nosotros domináramos este planeta, ya había plantas e incluso bosques y también se incendiaban. Antes de volver al papel que jugamos los humanos en los incendios, pensemos en cómo podría suceder todo antes de nuestra existencia.

 

 

Las praderas y sabanas dependen en gran medida de la existencia de incendios tanto en el mediterráneo como en todas las zonas semiáridas del planeta. La hierba no puede competir con árboles y arbustos por la luz. Estos crecen por encima de ella y la privan de la luz, desplazándola. Por otra parte, la forma de crecer la hierba hace que se acumule materia vegetal seca que dificulta que crezcan nuevos brotes, lo que hace que la pradera pierda capacidad productiva. Ambos problemas acabarían por hacer que las praderas se transformaran en matorrales y luego en bosques. Pero si se produce un fuego cada pocos años. Las hojas secas se quemarán y la hierba podrá brotar de nuevo. El incendio que se produce en un pasto no tiene intensidad para matar un árbol ni para quemar su copa, aunque sí para matar sus plantones. De esta forma, los incendios mantendrían los pastizales sanos y productivos.

 

Estos pastos pueden alimentar a gran cantidad de mamíferos herbívoros, aunque sólo en parte de África se mantienen grandes rebaños de animales salvajes. La presencia de estos herbívoros favorece el mantenimiento de los pastos ya que pisotean y ramonean sobre los plantones no permitiendo que el pasto se vea sombreado por árboles y arbustos. Cuando el equilibrio se decanta hacia un clima más favorable a la vegetación leñosa, con menor presión de herbívoros o menos incendios, el matorral y el bosque se apoderan de los terrenos de los pastos. Cuando el clima es más seco, hay más presión de herbivoría o incendios más frecuentes, es el pasto el que gana terreno.

 

Durante milenios el ser humano ha ido afectando a esta estructura sustituyendo los herbívoros salvajes por el ganado, cortando árboles e incluso desbrozando para conseguir pastos o tierras de cultivo o para construir barcos o casas. Estos cambios fueron muy bruscos en siglos pasados y convirtieron bosques en pastizales que aún se conservan.

 

.
.

En la mayor parte de Europa esta tendencia ha cambiado en los últimos decenios y las zonas arboladas han empezado a aumentar. Sin embargo, seguimos con la sensación de que los bosques siguen en peligro. En gran medida porque en los países en desarrollo, las tasas de deforestación son altísimas. Aunque eso ocurra lejos de nuestro territorio, la globalización nos hace sentirlo como nuestro, como si ocurriera a la puerta de nuestras casas.

 

Sin embargo, lo que ha ocurrido en nuestra vieja Europa es una proliferación de plantaciones forestales monoespecíficas (principalmente de pinos y eucaliptos). Esto se ha unido al abandono rural que ha propiciado una disminución de la herbivoría y de la retirada de leña y un aumento adicional del matorral por el abandono de tierras de cultivo.

 

Por otra parte, el cambio climático, con un aumento de la aridez (periodos con elevadas temperaturas y baja disponibilidad de agua también parece estar aumentando la frecuencia e intensidad de los incendios. Esta circunstancia puede sobrepasar la capacidad de las especies del monte mediterráneo para recuperarse tras un incendio.

 

Los incendios, en cualquier caso, han dejado de ser considerados como un factor natural de cambio de la vegetación. En gran medida porque la mayoría no son naturales sino provocados o derivados accidentalmente de la actividad humana. El caso es que tanto el exceso de incendios en unos lugares como su defecto en otros está provocando cambios no naturales en la vegetación. La gestión de los incendios es, sin duda, un tema complejo y requiere un análisis profundo partiendo de la inversión en extinción, que no debe ser a costa de no invertir en prevención, y de las actuaciones de restauración tras el incendio.

 

La gestión de los incendios y su prevención son una responsabilidad de las comunidades autónomas y aunque probablemente existan variaciones, parece haber cierta uniformidad. Los gestores prefieren invertir en extinción ya que da una idea de gasto más justificado que la prevención. Si durante años invertimos dinero en prevenir incendios y, por tanto, estos no ocurren, podríamos pensar que estamos gastando dinero para evitar algo que es poco probable que ocurra. Igualmente sucede con la recuperación de la vegetación tras incendio. Es un dinero fácil de invertir que puede dar algo de trabajo en la zona y que está justificado por el desastre previo.

 

En muchas ocasiones, la retirada de la madera quemada y la plantación inmediata se realiza sin pensar en las consecuencias negativas que puedan tener y sin considerar la capacidad de la naturaleza para poder recuperarse por sí misma. Hay que considerar la posibilidad de que los sistemas de plantación que efectuamos para recuperar una zona incendiada pueden ser parte del problema de los incendios al acumular mucha vegetación altamente inflamable, con copas que se tocan y a poca distancia del suelo.

 

Es cierto, que si estas repoblaciones se gestionan adecuadamente tras su implantación (lo que no se hace) podrían derivar en plantaciones con árboles más separados entre sí y con copas más altas y difíciles de incendiar. Pero lo mismo podríamos decir de la regeneración natural que sería más barata y en muchas ocasiones igual de eficaz.